11/28/2017 0 Comments Rueda lunar: luna blancaIntroducción Una tradición cada vez más extendida entre los círculos de mujeres es tomar como referencia para el camino a transitar en los encuentros la celebración del vínculo entre la tierra y la luna recogido en la rueda lunar. Muchas son las tradiciones que recogen este vínculo y lo hacen patente en el nombre con el que denominan a cada una de las 13 lunas del año. A veces, las lunas están dedicadas a elementos, otras, a animales o plantas y, en la mayoría de ocasiones, a los trásitos que son visibles en la tierra con la llegada de cada luna llena. Este mes de noviembre, como no podía ser de otra forma, la luna llena hace que dirijamos la mirada hacia nuestro propio interior. Luna llena de noviembre: luna blanca Una cosa que siempre me ha llamado la atención de esta luna es la paradoja que se presenta en su nombre: luna blanca. Los pueblos que la observan y la han nombrado también la llaman luna de las nieves, por ser el mes en el que generalmente caen los primeros copos. Noviembre se caracteriza por ser un mes en el que las horas de ocuridad ganan terreno a las horas de luz, horas de oscuridad que seguirán aumentando hasta la llegada del solsticio de invierno. Aunque en número, las horas de oscuridad sean las mismas que tenemos en las semanas posteriores al solsticio, hay una diferencia importante: mientras que en noviembre la oscuridad crece, en diciembre y enero, es la luz la que aumenta. Esta pequeña variación hace que todo sea diferente. A lo largo del mes, las noches son cada vez más largas, el sol cada vez se pone antes y a la luna se la nombra como blanca. Dicen, los pueblos que así la bautizaron, que le pusieron ese nombre porque al ser tan oscura la noche, la luna llena reluce mucho más y, al ocultarse antes el sol, su luz está visible más tiempo en el firmamento. Es por eso que parace más blanca, como ocurre con la nieve en las noches de luna llena. Desde que pasó el equinoccio, la naturaleza se está preparando para resguardarse. El aumento de las horas de oscuridad y, con ella, del frío, nos lleva a cuidar de nuestra energía, de nuestra actividad, pasando de actividades externas a otras más internas, pasando de estar más tiempo en el exterior a resguardarnos más. Es por eso que esta luna abre la puerta a la mirada interior. Siguiendo el ciclo de la tierra este es un momento que nos regala la oportunidad del descanso y, con él, de la mirada interna, de la recapitulación. Ahora que hay menos energía, menos horas de luz, menos vida activa, es el momento de mirar hacia dentro y descansar, dejando que se vayan abriendo paso en nuestro interior las actividades, los propósitos o deseos a los que daremos formas en el próximo ciclo. En este cambio de mirada hacia nuestro interior, algo que de primeras se puede ver sencillo, se presenta cierta dificultad, una dificultad que en mi experiencia se da en más mujeres que hombres. Es un tema de sobra hablado y debatido en muchas y variados ámbitos que las mujeres tenemos más dificultad en tomarnos un tiempo para nosotras que los hombres. Personalmente, llegué a darme cuenta de esto en mis años de facultad cuando veía la facilidad con la que mis compañeros hombres se encerraban a escribir o componer mientras que mis compañeras y yo, mujeres, situábamos ese espacio para nosotras en el último lugar de la lista de las cosas que hacer. No es que hubiera menos deseo, ni menos talento, ni le diéramos menos importancia. Es que el tiempo para nosotras y aquello que nos nutría internamente llegaba una vez que todas las otras necesidades y tareas estaban realizadas. Una dulce trampa en la que, al caer, difícilmente se encuentra salida. Dejándome llevar por el ejemplo de mis compañeros, los que se retiraban a escribir, hilando un pensamiento tras otro, aterrizo en en cuarto propio que Virginia Woolf declaró necesario para que las mujeres escribieran y crearan. Esa habitación propia hoy la entiendo, además del espacio literal, como el espacio interno al que las mujeres podamos retirarnos a estar con nosotras mismas, donde podamos dejar en la puerta la larguísima lista de tareas por hacer. Aunque a mí y a mis compañeras nos costara buscar un espacio para dedicárnoslo a nosotras, aunque no supiéramos hacerlo, en parte porque tampoco lo habíamos aprendido, y aunque no tuviéramos en esa época muchos referentes de mujeres que lo hicieran, a lo largo de la historia han sido muchas las que dedicaron su vida a esa mirada interna, encontrando ahí el motor y el sentido de su vida. Muchas son. La mayoría, anóminas. Otras tantas, con nombres y apellidos. De todas las que lo han hecho, quiero traer ahora un grupo de mujeres que a lo largo de la edad media se expandieron por Europa con una única misión: la mirada interior. Son conocidas como las mujeres de libre espíritu. Ellas encontraron, en lo más profundo de su ser, el mayor tesoro buscado: la divinidad. Más mujeres que hombres han reconocido la divinidad en su interior. Frente a la exteriorización de lo divino característica del patriarcado y del pensamiento dual, que coloca a los dioses de forma externa y en lugares bien alejados de los mortales, la mirada interior de estas mujeres (como beguinas, beatas, muradas) nos lleva al encuentro directo con Dios, con lo divino, con lo más sagrado. Tan lejos pusieron a Dios que para comunicarnos con él era necesario hacerlo a través de un mediador, un hombre preparado para ello, y en latín, una lengua desconocida para la gran mayoría de la población. Frente a esto, las mujeres de libre espíritu establecieron un contacto directo con lo divino, tan directo, que fueron las primeras en usar la lengua vernácula para hablar con él. Sin intermediarios y en su propia lengua, no podía haber otra forma de hablar con el interior de cada ser. Nuestras abuelas, aquellas que sí miraron al interior de ellas, nos han dejado muchos legados a las mujeres que hemos tenido que batallar para conseguir hacerlo. Uno de ellos que quiero subrayar, es la unión entre la mirada interna y espiritualidad. Cuando las leo, uno de los mensajes más claros que recibo es que la mirada interna abre el camino de la espiritualidad. Es en ese lugar profundo e íntimo en el que encontramos la vida y lo más sagrado latiendo en nosotras. Desde ellas hasta nosotras, muchas han sido y son las estrategias, fórmulas y caminos que hemos desarrollado las mujeres para poder guardarnos ese momento del exterior y mirar hacia dentro. Algunas son tan sutiles que lo hacen en un minuto, entre plato y plato, llamada y llamada o justo al apagar el despertador. Otras llevan su habitación propia al encuentro con otras mujeres, a los círculos, pues, tal y como hacían nuestras abuelas, para algunas se presenta más fácil mirar dentro de sí misma estando con otras que también lo hacen. Estar con otras es de alguna forma encontrarnos con partes de una misma desconocidas, olvidadas o adormecidas. Mirar a la otra sabiendo que la que veo es parte de mí. Por eso los círculos son espacios tan importantes para muchas mujeres ya que les representan esa puerta a la mirada interior necesaria para poder seguir girando en la rueda del año y en la de la vida.
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